Que no se me descomponga en partículas su belleza

Por: Isabel Arciniegas Guaneme

Fecha de publicación: Junio 29, 2023.

Perla, Isabel Arciniegas.

Desde que Perla murió empecé a buscar rastros de amor, historias de otros en los que pudiera reflejarme y así contarme nuestra historia de nuevo, como en un sueño con los muertos pero con ojos abiertos. En la calle nos encuentro a veces: nos veo en perros con saquitos de lana hasta la cola cuando hace frío, tejidos con una puntada gruesa, de colores bien bonitos. Pero al mismo tiempo me desencaja la jalada del cuello que los ahorca sin necesidad, que no les da tiempo de oler lo que se les da la gana. Ahí no puedo encontrarnos en lo que pensaba era lo mejor para su vida. Cómo se han amado a los animales, los tipos de amor, la historia de ese amor, una historia de la historia; pero no es eso lo que quiero contar. Busco rastros ajenos para recordar cómo era ella; quién era en nuestra vida; cómo era nuestra vida con ella; cuál es el camino que nos hizo; qué camino hicimos nosotros en ella.

Así llegó el Museo del Perro del American Kennel Club en New York, la ciudad donde vivimos con Perla por casi dos años. El patrocinador auguraba el mundo de esos programas de exhibición de perros en Animal Planet: en primer plano la cara concentrada de un juez evaluando si la cabeza de un perro será del tamaño adecuado, si la mirada evoca el sentimiento correcto. Pero que más daba, nunca habíamos ido a un museo así. La puerta giratoria de la entrada nos empujó a un laberinto de pinturas flotantes. Todas colgaban a la altura de los ojos humanos; todas, también, eran pinturas de perros. De raza. Alguien se tomaba una selfie con una pintura de un perro de esos que encuentran viajeros perdidos. El perro miraba hacia el cielo, como atendiendo a una voz. No he visto el primer perro que firme un contrato laboral por el trabajo que se le asigna, pero ahí estaba –y sigue estando– el perro como herramienta. ¿Será este un rastro de amor? Para gente como Donna Haraway, sí, porque el perro no antecede a la manipulación humana, y la asignación de trabajos es un guiño a su potencial (¿quién decide su potencial?).

 En otra pintura, un perro de esos 101 perseguidos para hacerlos abrigo estaba pintado afuera de una casa. Cosa curiosa, le señalé a Jose, los perros no están en sus casas. Ni el rescatista, ni el perseguido por guapo, ni tampoco un tercero, el perro apuntador, pintado en medio de un cultivo otoñal. Pero a diferencia de los otros dos, este sí tenía nombre, Rapide, antecedido por un “Ch.”, Champion, que parecía haberse ganado el nombre por campeón. Según la descripción, la pintura era un buen ejemplo de “los cambios en la posición preferida de la cola cuando apuntaba.” Más adelante, una mesa exhibía un manual de entrenamiento que daba consejos de cómo amonestar al perro cuando dudara o desobedeciera una orden. Dice Haraway que la buena crianza de perros (y aquí usa el verbo breed) se trata de atender a lo que ellos nos demandan (y no solo al revés), y que es en el entrenamiento donde se puede asegurar que la atención sea mutua. ¿Es esto un rastro de amor, Haraway? ¿Pellizcarle una oreja al perro o sobornarlo con galletas de hígado para que apunte la cola a las 9 o a las 12, según el gusto de la época?

 Pero el desbordamiento empezó cuando aterricé en la portada de un libro con una pintura que mostraba a dos perros, uno arriba y otro abajo. El de arriba era como Frank, el perro de Hombres de Negro, mirando con ojos hinchados al de abajo, a quien pintaron amarrado del cuello, mendigando con un tarro de metal, devolviéndole la mirada al otro con vergüenza. Y el título del libro, muy rimbombante, escrito con tipografía con serifa, todo en mayúscula, A BREED APART, UNA RAZA DE DISTANCIA. El editor es un tal William Secord, quien afirma que la hinchazón ocular de ese Frank es producto del escándalo que le produjo mirar la miseria del otro perro, justificando a la pintura por ser una metáfora de la condición humana. Ah, ¿era un autorretrato entonces?

 Pero a Secord no lo tratan como plastilina. Porque para que el Club acepte que un perro sea un Frank, le tocar nacer así: Con una nariz aplastada que lo obliga a respirar como por un pitillo, mismo aplastamiento que resulta en fosas oculares tan superficiales que producen los ojos que ellos aprobarían: ‘muy grandes, audaces y prominentes, de forma globular, de expresión suave y solícita, muy brillantes y, cuando están excitados, llenos de fuego’, como manda el estándar oficial de los perros como Frank en la página del American Kennel Club.

 Y notando, además, que el perro mendigo era muy parecido físicamente a Perla: ambos de un gris indescifrable; ambos de tamaño y forma similar, ambos con las orejitas hacia abajo para que no les entre lluvia; y una frase en una pared con el manifiesto del Club que decía We love purebreed dogs, con el purebreed en negrilla y todo; y con la boca abierta por ambas cosas, le tomo foto a eso y al libro, y se las muestro a mis estudiantes en la discusión sobre discapacidad y eugenesia, les cuento que el perro gris de la portada es físicamente igualito a Perla, y les pregunto cuál sería el opuesto del verbo y del adjetivo que califica al sustantivo. We hate muts, sí, exacto, odian muts, perros criollos. Y así la escritora Maggie Nelson nos desafíe a criticar con furia, pero sin señalar el objeto de la crítica, yo prefiero un lápiz rojo, bien afiliado, para rayar un círculo bien repintado sobre esa remarcable vanidad, vicio del corazón, de estos eugenistas, que justifican la tortura y la segregación en razón de su gusto estético, because having an eye for dogs is akin to having an eye for art. Pero los perros no pueden ser la sombra de estándares imbéciles e imposibles que estos eugenistas se inventan en su desesperación por presumir. Perros que luego aparecen en pantallas, qué perro tan lindo, comentan los espectadores enamorados, compremos uno de esos. ¡Como si la fijación en la apariencia de los perros no se hubiera resuelto ya en una película como La Dama y El Vagabundo!

 Ni siquiera Wes Anderson ha salido de esa fijación, en esa película tan espectacularmente preciosa técnicamente y tan espectacularmente fetichista de lo oriental: Isla de Perros, una isla en Japón donde botan a todos los perros sin distinguir alcurnia, y donde los que tienen estirpe se la pasan cotorreando sobre Chief, un perro gris (otra vez gris, por supuesto) porque es un stray dog, un perro callejero. Que Anderson apueste por hacer del origen de Chief material para chisme aristocrático es un argumento bastante fácil y fastidioso. Pero que después de un acto de amor de un niño samurai que viaja hasta la isla para buscar a otro perro con quien había hecho un pacto de cuidado (unidireccional, solo del perro al niño, y no del niño al perro), Chief termine siendo bañado por el niño, y que el agua le lave su magnífico color gris –el color de la calle, el color de los muts según la pintura del libro y según Wes Anderson, y hasta el color de Vagabundo (¡otra vez gris!) –el perro que se enamora de Dama en la Dama y el Vagabundo–, y que después del baño Chief termine siendo blanco, y asimismo, ¡¡¡un perro de raza!!!, y que, además, la buenaventura de Chief comience cuando deja de ser gris: eso, señor Anderson, es impresentable. Encuentro más aristas de dónde agarrarme en La Dama y el Vagabundo, donde la solución es mediocre pero no racista: el amor que sí se pudo entre un perro Vagabundo de la calle, sin collar, y una perra de raza que viste un collar elegante con su nombre colgando, Lady (Dama), así como el collar que vestía al cuello una de las que atendían el museo. A primera vista pensé que lucía orgullosa la placa de su perro muerto, y pensando que el duelo animal era el último recurso para encontrar un rastro de amor en el museo, trato de leer el nombre de la placa, y alcanzo a leer Lady, todo perfecto, muy brillante y pulido, como si nunca lo hubiera vestido un perro. Y la puerta de ese maldito museo que no abre, por dónde se sale de este infierno, porque en medio del racismo no sé cómo encontrar lo que estoy buscando, no sé cómo puedo encontrarlo ahí. 

***

 El hoyo de la visión del perro como objeto, tan contrario al hoyo de la muerte, ese tan lleno de vida estampado en todas partes. Y entonces por qué no buscarnos en la ausencia misma. Ahí fuimos a un cementerio de perros, dizque el primero de Estados Unidos, el que había encontrado Jose en las horas de luz azul perpetua en el apartamento. Un tren nos arrastró hasta allá en menos de una hora, un día entre primavera e invierno, helado pero cálido. Entramos a una colina llena de lápidas todas arrejuntadas, y entre el sol sin nubes y las lápidas, no podía abrir bien los ojos, me sobrecogían las palabras de las tumbas. 

Dala (11.12.12 – 6.23.18)
A beautiful soul who taught us how to live life
 

Los nombres de cuatro perros tallados en una lápida negra y alta, además del nombre de un hombre, enterrado ahí con ellos, me conmovió por mucho tiempo. No le tomé foto, ni la transcribí. La viví ahí, en esa colina, leyendo que ellos, los perros, habían sido su familia, y recordando, como en una cadena lógica en la que un argumento se sigue de otro, a mi tío gay, Daniel, quien todavía llora a su perro, Gandalf, quien fuera su amigo, su hijo, y su compañero, de quien todavía comparte fotos, y junto a quien, me parece, le gustaría enterrarse para siempre, para hacer de su tumba, del pedacito que atestiguará su rastro, una obra de arte, la de la libertad de amarse desde cualquier cuerpo.

Sprinkles (June 2000 – June 2021)
Our Beautiful Angel
Thank you for the love and happiness you gave us throughout the years
It will never be forgotten
Love you forever
 

La chimenea del crematorio echaba mucho calor. Una pareja mayor buscaba una lápida y un perro que acompañaba a una mujer soltó un solo ladrido entre las tumbas. Jose me señaló una lápida en forma de corazón, la lápida de Sugar, y fue él, también, quien me aclaró que era una coneja. Qué habrá pasado con Juanita, la coneja de mi tía que saltaba encima de la cama y a quien arropaban con una cobijita de micos, un textil bellísimo que mi tía le heredó a Perla cuando el cuerpo de Juanita se quedó sin vida. Es a ese cuerpo al que le hago la pregunta. ¿Estará enterrado en algún lugar, con un corazón como lápida?

Charlie (2004-2019)   Skeets (2006 – 2021)
How lucky I was to have someone who makes saying goodbye so hard
 

Qué hicieron con Perla, nos preguntó Diego, un profe querido, y a mí me sorprendió la pregunta. Esa misma pregunta se la he hecho a mi mamá, preguntándole por Kathy, mi perra hermana de la infancia. Se la dieron al jardinero, me dice, y nunca podemos terminar de escuchar cuando mi otra tía cuenta cómo murió, la única que estuvo con ella. El jardinero: ¿la habrá enterrado en su patio, y le habrá puesto una lápida de corazón encima, con su nombre, escarbado en la piedra? Qué palabras son lo suficientemente poderosas, como un hechizo, para que merezcan ser talladas en la piedra que marcará las coordenadas del eterno descanso de un cuerpo peludo.

Luke “Macheak”
Beloved son
 

Y por qué enterrar a un animal, abrirle un hueco en la tierra, volverlo cenizas, marcarle un lugar para siempre. La tumba de Mochi, un perro, con sus juguetes regados alrededor de su lápida, vibraban bajo el sol. Mimí, Beethoven, Pulgoso –no llores Julita, tranquila, todos los perros van al cielo–, Gandalf, Niña. Juanita, Ozzy, Optimus. Kathy. Le nombré a Perla todos esos animales amados en la familia durante su última tarde, mientras la vestía con una pañoleta. Se nos cruzó una mujer con un perro, gris como Perla, que me lamió cuando me agaché a saludarlo, y que luego siguió su camino indiferente, orinando las tumbas, tan estando en el acá y no en la proyección del final de esto. Tan maravillosamente indescifrable su relación con la muerte. 

The Girls: Molly, Shelby, Flora
Who rescued Who
 

Rastros en forma de lápidas, lápidas como ventanas con vidrios limpios y cortinas abiertas, enmarcando la forzada despedida. Pero también las palabras últimas como la cúspide escrita del adiós de ese acoplamiento, tan corto para el lenguaje no escrito, pero tan transparente de la calidad del tiempo en ese hogar. Ahí entendí que los rastros que busco también se marcan en los que no están debajo de las tumbas, y entonces quién se los hizo a quién, y cómo puedo yo, de tantos caminos que Perla nos hizo, reencontrarlos, y así escribir para recordar lo que fue nuestro propio rastro.


Isabel Arciniegas Guaneme (Armenia, Colombia, 1988). Diseñadora y estudiante de doctorado en Antropología en The New School for Social Research. Investiga sobre el proceso de reconciliación en Colombia a través de la naturaleza. Camina para escribir sobre animales y sobre la amistad.


Para citar: Arciniegas-Guaneme, Isabel. “Que no se me descomponga en partículas su belleza”. Signatura, vol. 1, Junio 29, 2023, URL: https://www.humanidadesambientales.com/signatura/062923-v1-arciniegas

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