Sueño de Noctilucas

Por: Eva Bidegain

Fecha de publicación: Julio 17, 2023.

Bruce Anderson, 2007. A dinoflagellate population (Noctiluca sp.) turns the ocean a luminous blue.

[28 diciembre 2021]

Sintió la presión en todo su cuerpo. El aire frío la desorientó. El calor abrasivo la hizo contraerse hasta ser la mitad de su tamaño. 

Vulnerable, su cuerpo se cortó en dos. 

***

[Verano – otoño de 1962]

La calma de aquel mar. 

Una interminable masa de agua azulina con monstruosas prominencias bordeando la playa. La brisa apenas formaba olas. Su padre la descalzó. Por primera vez sintió el cosquilleo de una arena grisácea con conchas pequeñitas. Más adelante, los cangrejos correteaban cerca de un estero artificial que dejó la pleamar esa mañana. Unas formas parecidas a las suculentas se cerraron inmediatamente sobre su dedo. Quitó su mano y la cubrió con la otra. Su padre le susurró que todo estaba bien: eran anémonas. 

Fue alzada en brazos y sumergida en la mar. Sintió temor y luego una leve sensación placentera. Sujetada por su padre, flotaba boca arriba hasta que con voz firme le ordenó que aspirara y cerrara la boca, empujándola levemente bajo el agua. Pececitos tornasoles en cardumen se abrieron como un mandala ante su rostro. Todo fue un instante. Todo fue silencio y movimiento. 

***

[Otoño de 1952]

Una larva se movía con otras atravesando bosques de algas, llevada de un lado a otro por el movimiento de delfines, rayas, corvinas, peces ángel, anchovetas, morenas pintas. Algunas de aquellas larvas podrían ser engullidas por esos seres más grandes.

A los treinta días de su nacimiento, comenzaron a salirle los primeros anillos de su concha que protegerían su corazón, riñón, intestinos, boca y gónadas hermafroditas, pero le restarían  movilidad. Su cuerpo mutó de babosa sustancia a fibroso cuerpo. Se impulsó hacia el fondo del lecho marino a cincuenta metros de profundidad de la zona de oleaje. Con una minúscula excrecencia que salía de su cuerpo, se enterró, a salvo de predadores.

Desde entonces, allí percibió los reflejos del sol y de la luna como vibraciones.  Ciega de nacimiento, percibía los millares de partículas de su entorno marino o el cambio de las estaciones de invierno y verano. Imaginaba su mundo fosfórico: un inmenso pulsar de roces con otros seres más pequeños y más grandes. Era una almeja globosa que sorbía el plancton y expulsaba el agua salina con su sifón de casi un metro de largo. Cuando había corrientes de agua cálidas su cuerpo se expandía. Cuando las corrientes eran más frías, se retraía. En ocasiones, las anémonas se posaban cerca del orificio de su prominencia rugosa donde expulsaba el agua formando un sutil torbellino. 

Un entorno la rozaba débilmente como cosquilleos racimados.

A unos doscientos kilómetros de distancia de allí, una niña aprendía a nadar en el Rio Hardy del  Ejido Michoacán de Mexicali. Eran tiempos aquellos cuando comenzaban a poblarse de presas y drenes pestilentes de la agroindustria. Cuando la inmensa laguna al sur se llenó de sal y el suelo se cuarteó en blanco. Primero fueron los peces, luego las aves y más tarde los coyotes, los que dejarían ese yermo. Por eso, su padre la llevaría cada primavera al Mar de Cortés.

***

[Noviembre de 2021]

Setenta años a un metro de profundidad en el lecho del Mar de Cortés. Las corrientes marinas se hacían cada vez más cálidas y el paso de los huracanes y chubascos provocaban torbellinos minúsculos de especies alborotadas.  Algunas especies dejaron de aparecer cuando el río Colorado dejó de llegar al mar.  Hacía como treinta años que su especie había comenzado a ser cultivada en canastillas. 

Pero ella nunca lo supo. 

Apenas distinguió las turbulencias de los aleteos que espantaban los cardúmenes y las emanaciones tornasoles de los motores de las pangas. De tanto en tanto llegaban buzos con extensiones prensiles, pero ella no lo sabía en su mundo sumergido. 

Soñó que era un organismo transparente que latía en un acuoso silencio, rodeado de nudibranquios, lejos de la sequía, el fuego, los cortes, las jaulas de un mundo más grande que la rodeaba.


***

[Noviembre de 2021] 

Recibe un mensaje de Whatsapp: “70 años no se cumplen todos los días!” de su hija que la espera en Mexicali. Algo dentro se conmueve.  Una pintura de una playa con piedras, arena y palmeras en su dormitorio era todo lo que quedaba del mar de Cortés. En ese instante, el bullicio de la calle García Diego de la colonia Doctores en ciudad de México se hizo hueco, reviviendo los pitidos de los camiones de agua, los cielos naranjas de incendios forestales, el apabullante canto de los zanates cada atardecer mexicalense. En ese instante, la ciudad desapareció.

Volvió a los años cuando trabajaba en la CFE. Todos los días a las cinco de la mañana, quesadillas de tortilla de harina con el café para su pareja y para ella. Jeans gastados, camiseta blanca y botines marrones aptos para el trabajo trepando postes de luz de alta tensión por la península. Su piel por el sol, sus manos por las herramientas fueron transformadas. La maternidad redondeó su cuerpo, aunque se mantuvo fuerte mientras envejecía, cuando se mudó a Ciudad de México. A veces añoraba el aire salitre, la bruma de Ensenada por la mañana, el pitido de los cruceros, el Santana incendiando la seca del matorral costero cada primavera y verano. El encierro en el departamento y el aire libre saturado de smog transformaron su cuerpo sedentario y una escoliosis leve le restó altura. 

Inspiró aire saliéndose de la inmersión en sus recuerdos. 

Volvería a San Felipe en navidad.  

***

[ 27 de diciembre 2021] 

Toma la carretera de Mexicali hacia San Felipe con la Ford Raptor 4x4. En el retén de la Guardia Nacional a la altura de El Chinero, notifica que se dirige al Golfo de California y que lleva para acampar, una caja de herramientas, una hielera vacía y equipo de snorkel. Aquellos diez kilómetros ingresando al pueblo son distintos a lo que recordaba. A ambos lados de la carretera el desierto de ocotillos y ejidos fue invadido de condominios privados. Más allá el Picacho cerrando el horizonte. 

Compra un doce de Coors en la tienda pegada a la gasolinera. Prosigue su ruta. Veinte kilómetros más adelante toma la terracería, serpentea piedras y cerros y, más allá, un punto cerúleo: su destino. 

Desciende de la pick up y por instinto aspira cerrando los ojos, como se reciben los abrazos. Mira sus pies cubiertos  de la arena con vetas de hierro que brillan. Se queda en silencio contemplando el paisaje, hasta que la sombra de un zopilote la distrae.  Se quita la playera, sus bragas, las sandalias y se zambulle en el mar. Nota que sus pulmones aún están en buen estado. El agua cálida, cristalina, envuelve sus senos, su vulva, su vello púbico.

Por la noche,  improvisa una pequeña fogata con una Coleman de cartuchos de gas butano. El cielo está oscuro, pero el mar calmo brillante de noctilucas. Se siente plena. Recuerda a su pareja amada fallecida. Recuerda la fuerza de sus brazos subiendo postes de luz en amaneceres rosáceos en el Desierto de Cataviña, donde no llegan señales de radio o teléfono. Destapa una cerveza y brinda por su regreso al desierto. 

El arrullo del mar la envuelve en su sillón plegable. Se duerme.

***

[28 de diciembre de 2021] 

Ascendía la mañana detrás de las montañas. Ella se sumergió en el mar y el agua la abrazó cálidamente. Eufórica. La misma energía que tuvo al parir otro ser abriéndose paso a través de su sexo. Su primer orgasmo con una mujer. Sus diecisiete años buceando con compañeras. Sus trece cuando conoció el mar Pacífico, gris, frío, con olas enormes. Sus diez cuando conoció el Mar de Cortés.

Impulsándose hacia el fondo del mar conteniendo la respiración, algo del fondo arenoso llamó su  atención. Escarbó y halló una almeja globosa con una gran concha. La tironeó y la desprendió de su entierro. Fue hacia la superficie. En sus manos tenía un cuerpo calloso y fibroso que pesaba tres o quizás cuatro kilos con líneas sepia en la concha. Las arrugas de su mano se confundieron con las arrugas del pellejo de la almeja. Se encontraron sin verse.

El cielo ya estaba abierto y el sol comenzaba a picar. Sin secarse y desnuda, fue por la Victorinox de la caja de herramientas. Con un rápido movimiento cortó aquel cuerpo en dos. 

La concha cayó pesadamente sobre la arena. 

En sus manos quedó parte de aquél cuerpo calloso, pegajoso y húmedo como un clítoris hiperdesarrollado. Lo puso en su boca y lo mordió. El sabor levemente dulce le recordó los mejillones enlatados. 

El sol comenzó a secar su cuerpo desnudo. La leve brisa de vahos salitre y una playa de terciopelo con prominencias de caracoles pequeños, mejillones, almejas chione estaban expuestas a la intemperie. 

Su vista comenzó a nublarse. Todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo las sintió abrirse en par y entumecerse inmediatamente. Se arrodilló en esa arena cálida a las 10 de la mañana en ese diciembre de invierno en el hemisferio norte. Apoyó la mejilla en la arena tibiecita. Estaba en aquella caja amplificada de latidos, que es el mar, sostenida por su padre. En toda la calidez de la piel de su madre cuando el aire entró a sus pulmones, abandonando la respiración branquial de su anterior entorno amniótico. Sintió la luz y la sal de sus lágrimas, su primer sabor.

Otro cuerpo se rindió silenciosamente en la arena.


Eva Bidegain. Nacida en Buenos Aires, Argentina en 1980, vivió entre tres ríos en Misiones, en la frontera con Paraguay y Brasil. Escribe poemas, cuentos y no ficción. Desde el 2015 reside en México, donde ha realizado etnografía en antropología médica.


Para citar: Bidegain, Eva. “ Sueño de Noctilucas.” Signatura, vol. 1, Julio 17, 2023, URL: https://www.humanidadesambientales.com/signatura/071723-v1-bidegain

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