Mi abuela era un jardín: poéticas y cuidados desde lo menor

Por: Yunuen Díaz

Fecha de publicación: Enero 20, 2025


Para quienes lograron ser árbol y tierra al mismo tiempo.

Calila das Mercês

Hinojo, mejorana, hierbabuena, manzanilla, epazote, tomillo, pericón; también agapandos, nochebuenas, alcatraces y un arbusto de higo, un zapote, un ciruelo; además los lirios, las rosas y el mastuerzo que se iba y volvía. De su jardín recuerdo sobre todo los olores, una mezcla dulzona de hierba y tierra fresca. Recuerdo a mi abuela poblando con sus plantas la aridez de una región encementada y gris a las orillas de la capital. Podría nombrar tantos recuerdos de ella, pero quizás es más simple y exacto decir que mi abuela era un jardín. Un territorio frutal, un albergue de flores, un refugio de hierba, eso era mi abuela. 

Sólo la jardinería de los palacios es considerada como un arte. A esos jardines se les dedican libros con fotografías en compendios historiográficos porque esos jardines representan el órden imperial, la dominación de la naturaleza; pero los jardines caseros no guardan un lugar en la historia, son tan cotidianos que a veces se vuelven invisibles. Sin embargo, los patios y los solares son espacios insumisos donde crecen todo tipo de microorganismos, donde las flores de ornato se mezclan con las plantas medicinales, las aromáticas y las leguminosas creando pequeños ecosistemas de refugio territorial. Ahí aprendemos sobre las estaciones, sobre los cuidados de las plantas, sobre los ciclos de la vida. Los jardines como el de mi abuela, son ensayos de mundos donde la vida crece sin distinciones, jerarquizaciones o etiquetas. 

Para mi abuela, una mujer rural que migró a la capital, el patio de la casa fue el lugar donde ella pudo seguir cultivando sus saberes del campo. Cuando  mi madre recuerda a mi abuela aún se sorprende de su maestría para reproducir las plantas. Se dice que hay talentos innatos, pero se trata de la sabiduría del campo que permaneció en sus manos. Frente al desarraigo, mi abuela optó por el enraizamiento. Frente a la fealdad de esa zona a la que eran expulsados los habitantes no deseados de la capital, mi abuela cultivaba un jardín como quien se empeña en hacer crecer un oasis en el desierto.

Es curioso cómo aunque muchas mujeres cuidan sus jardines, la figura del jardinero es la que prevalece en los imaginarios contemporáneos. La imagen del césped cortito y absolutamente verde es asociada a una figura masculina que la ordena con su podadora.  Nuestras abuelas en cambio, al cuidar de las flores y las aromáticas, realizaron una actividad considerada menor, un ejercicio estético sin historia ni escrituras. 

En el texto En busca de los jardines de nuestras madres, Alice Walker relata cómo su madre que trabajaba de sol a sol creaba jardines en cada nueva casa a donde llegaban a vivir. Ese era su modo de embellecer los espacios precarizados que habitaban, esa era su manera de ser artista en una época en la que la instrucción formal en artes le era negada a las mujeres, sobre todo, a las mujeres negras trabajadoras. 

En ese sentido, pienso que no es una banalidad el que algunas abuelas como la mía, se hayan opuesto a las narrativas del progreso que suponían que la belleza era agigantada, industrializada y empaquetada, y donde los materiales estaban hechos para permanecer a través de los años, todo lo opuesto a los jardines de traspatio que son pequeños espacios donde la naturaleza cambia día a día. Mantener su jardín era para mi abuela un ejercicio de resistencia frente a las lógicas neoliberales y el desarrollismo, era sostener un espacio de libertad y de vida. 

Quizás otra cuestión por la que no existe una historia de los jardines de las abuelas es porque se trata de espacios a escala humana. Mi abuela no tenía dinero para encargar a alguien el cuidado de su jardín, así que sus trabajos se limitaban a lo que podía mantener ella misma. En ese sentido, los jardines de traspatio no pueden ser nunca demasiado extensos pues responden a la energía del cuerpo y al tiempo del día a día. Esta relación tan personal, tan hecha a mano, hace de los jardines espacios íntimos.

La interioridad del jardín está vinculada a tener el cuerpo dentro de la tierra y a tener tierra en el cuerpo. En su sentido más literal y en el más metafórico. Los estudios ecofeministas contemporáneos llaman la atención sobre las formas de sacralidad ligadas a la tierra que fueron borradas por el pensamiento occidental y que hoy se recuperan a través de reconocer la diversidad de ontologías desarrolladas en prácticas cotidianas. 

Gilles Deleuze nombraba como Literatura menor a aquellas escrituras que no formaban parte de las narrativas promovidas por el gusto de las élites o del mercado, sino que circulaban debajo de ellas, como raíces dentro de la tierra revitalizando el horizonte sensitivo. Así han sido los jardines familiares: territorios micropolíticos, paisajes marginales, instersticios de biodiversidad; porque la vida privada también es política, porque la vida familiar es, como proponía Félix Guattari, una de las primeras ecologías que debemos restaurar pues lo social comienza allí, en esa primera molécula que llamamos familia. No podemos construir relaciones ecosistémicas a gran escala si no comenzamos por lo inmediato, la relación con la pareja, les hijes y les xadres que también necesita ser restaurada para aprender a  cuidarnos. En ello las abuelas como la mía tuvieron un papel fundamental, ellas cultivaron sus jardines como espacios de política subalterna, como le llamaría Spivak, donde la convivencia familiar incluía una relación con las plantas, los insectos y la tierra, una familia extendida, como le llama Donna Haraway. Frente a una política hegemónica que las borraba, ellas revitalizaron espacios donde se desarrollaba una sensibilidad marginal, no regida por las estructuras de poder o las crecientes modas del capitalismo global, sino guiada por los sentidos.

Vivo en el poblado de Chamilpa, que significa traducido al español del náhuatl: milpa de chía. Se llama así porque en este territorio se cultivaba la chía desde la época prehispánica; sin embargo, en esta región ya no queda casi ningún rastro de esta planta. Aunque existen muchos viveros en la zona, ninguno la cultiva, pues fue desterrada de las prácticas alimentarias con la implantación de las dietas de los colonizadores, además los viveros actuales de la zona solo cultivan aquello que pueda resultar un buen negocio y la chía no lo es.  Eso me llevó a cultivarla yo misma y a compartirla a través de talleres, pláticas y performances. Cultivar la chía me permite reflorestar la memoria de esta tierra, pero también la memoria de mi linaje femenino. 

No hay nada más vivo que nuestra comida. Eso me lo enseñó mi abuela con su jardín del cual nos daba tés para calentarnos en los días lluviosos.


Yunuen Díaz: Artista, escritora y jardinera (México,1982). Sus líneas de trabajo son las ecologías estomacales, los feminismos y las artes medioambientales. Ha publicado los libros Todo retrato es pornográfico + Posterotismo (2023), Barro y Arroz. Tierra, cocina y resistencia (2022), Sur, la verdadera historia falsa de la documenta 14 (2019).


Para citar: Díaz, Yunuen. “Mi abuela era un jardín: poéticas y cuidados desde lo menor” Signatura, vol. 4.2, enero 20, 2025 URL: https://www.humanidadesambientales.com/signatura/012025-v4-diaz-abuela-jardin

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